De
las milenarias aguas del Lago Titicaca emergió un gigantesco demonio, que con
su furia arrasaba todo lo que encontraba a su paso. Al furor de las olas, se
tragaba cuanta embarcación se cruzaba en su trayecto, y tras sembrar
desgracias, desaparecía velozmente en las altas cumbres heladas de la
cordilleras Orientales y / u occidentales de los Andes.
Tan
pronto advertían la presencia del maligno ser, los habitantes – en estado
troglodita – en un marco de desesperación y terror huían para refugiarse donde podían.
La
ira del demonio era incontenible, así como la llegada de enfermedades era la
secuela de daños ocasionados por el monstruo. Tanto miedo y pavoroso respeto
había infundido el maléfico ser lacustre, que los aborígenes, llegaron a
considerarlo al espíritu endemoniado de las aguas, por lo que lo deificaron y
le erigieron totems, para rendirle culto.
Los
más supersticiosos creían que era la encarnación de Satán que descargaba su
ira, sembrando daños y desgracias a la humanidad y todo los seres.
Ritos
Diabólicos ó idólatras nacieron en diferentes lugares. Para que la furia
salvaje atenuara y no continúe con sus desmanes le ofrecieron ofrendas y
sacrificios de algunos animales, como pago.
La
leyenda continua. El demonio no solo hacía e infundía el desastre y terror
sino, que también en épocas de lluvias era portadora de bondades benéficas.
Emergía del lago hacia la atmósfera portando grandes masas de agua que
prodigaba a las nubes para que posteriormente caiga copiosas lluvias regando la
región.
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